Comenzamos a transitar el mes
de la Independencia. El país cumple este 9 de julio 196 años libre y soberano
(agarrámela con la mano, gritan a coro varias multinacionales).
Superado el mal momento ante
los cánticos maleducados de las insurrectas multinacionales, vamos a dedicar
este espacio a aquellos hombres de bien que hicieron posible aquella utopía
–hoy nuestra realidad- de una nación independiente.
Vamos a rescatar de los oscuros
laberintos del tiempo a esos personajes que han dejado huellas imborrables en nuestra
historia política; que con su accionar abrieron el paso hacia nuestra dignidad
soberana; pero que por esas cuestiones propias de quienes escriben la historia
oficial no forma parte del catálogo de próceres. Hoy les presentamos la vida de
Washington Albornoz.
Washington Albornoz fue un
criollo de pura cepa…cabernet sauvignon, aunque tampoco solía hacerle asco a un
asado con vino peleón. Todo lo contrario y viceversa.
Llegó a nuestras tierras
cargado de ilusiones; traía una valijita con un manto y varias artesanías con
las que pretendía lograr su sustento y se encontró con un pueblo revolucionado
que quería saber de que se trataba. Era un 25 de mayo de 1810 e inmediatamente
abrazó la causa nacional, haciendo alguna diferencia monetaria en base a las
artesanías colocadas sobre el manto que desplegó en el suelo de esa plaza que,
gracias a él, se convertiría en la plaza de los acontecimientos argentinos. Al
parecer, por su impronta vendedora, el Cabildo reaccionó y evitó que la Plaza
de Mayo se convirtiera en un Mercado de Pulgas. Surge de los registros que el
Cabildo le decomisó toda la mercadería cortándole, incluso, en tiritas su
manto, argumentando “denuncias que hemos recibido de vecinos y usuarios de la plaza
que no pueden caminar con libertad ni expresarse por este espacio público;
además de la inequidad que produciría en perjuicio de los comerciantes que
ofrecen sus mercancías en sus locales que están dispuestos hace tiempo y que
son los que realmente pagan impuestos.”
El germen independentista
comenzaba a fluir por su sangre. Vagó un tiempo en el doble sentido de la
palabra (anduvo de un lugar a otro sin saber donde arraigarse y con mucho
tiempo ocioso) hasta que decidió sumarse a la gesta libertaria. Convenció al
hacendado Anselmo de Urrutia y en el campo que este poseía en Fernández,
Santiago del Estero, construyó el bergantín “La Libertaria” que se sumaría a la
flota que Guillermo Brown preparaba en Puerto Madryn, en una mirada visionaria,
puesta en el Argentino A que disputaría con el tiempo. Sin embargo, el destino
le jugó en contra. La imposibilidad de trasladar el bergantín por tierra hasta
las aguas del río Paraná lo dejó fuera de la gran victoria que Brown obtuvo al
recuperar para la causa nacional la Isla Martín García.
Preocupado, pero más
desahuciado porque parte de su tripulación había perecido en el esfuerzo que
significó empujar “La Libertaria” y la otra parte desertó por los caminos
comunales; nuestro héroe decide jugar su última carta y vista a Lita de
Aerolito, la astróloga de una tribu de la zona para que le tire las cartas.
Después de treinta minutos recogiendo las cartas de la baraja que Lita arrojó
sobre su cara, Washington Albornoz emprendió su caminata hacia el congreso de
Tucumán.
De no haber sido por este
criollo la Independencia no se hubiera declarado. Los enardecidos debates en el
seno del congreso debían ser suspendidos cada tanto por la necesidad de los
patriotas de alimentarse, preparándose ellos mismos alguna vitualla. Washington
Albornoz que no solo llevaba en su sangre el germen de la independencia, sino
también, la esencia del vendedor de baratijas, estableció en la puerta de la
Casa de Tucumán un carrito de choripanes, hamburguesas y empanadas, oficiando
de bufé nacional y popular con el fin de que los patriotas no se preocuparan
por su alimentación y dedicaran todo el tiempo a esa declaración tan importante
que debían hacer.
Washington Albornoz, un
patriota que merece el reconocimiento de la historia.
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